8.9.10

El filósofo

La eterna y misteriosa agonía del canto de un búho se ha inyectado lentamente en la sangre de Anderson, como una melódica sinfonía en el torso de un clavel negro en el agua, como un pino moviéndose tras el viento salvaje que proclama aquella tarde de invierno a la luna próxima en salir.

Las campanas de la iglesia más cercana resuenan al atardecer con gran estupor, habiendo descubrir el nacimiento del sol en su cuerpo húmedo, desdeñando las profundidades de la laguna tras los temblores sonoros de aquellas llamadas lúgubres en el bosque.

“Llamad a vuestros súbditos” – dictó con un fuerte grito el viejo Anderson al salir de su cabaña presurosamente, al ver por la ventana de su hogar que una numerosa parvada de aves salía discretamente y con gran ímpetu de los cipreses del bosque para tomar nuevamente su rumbo hacia el norte del horizonte.

Anderson, un anciano de apariencia acabada y semblante solitario recuerda los atardeceres como momentos de pánico en su vida, momentos que hacen que su corazón salga de súbito instante de su pecho, habiendo colocarle a este en la boca de la desesperación, masticándole y escupiéndole hasta que este tiñera de rojo la vida del cielo, la piel nauseabunda del espacio, el crimen de su cuerpo, el asesinato de su corazón.

“Fui capitán de un gran castillo gris, en las penumbras me conocí para recordarme en cada llamada que ordene el desalojo de mi vida. Es por eso que las aves, mis únicos amores, tienen el poder de comunicar mi infortunio a mis vástagos los hombres. Seguid a vuestros súbditos, que el infortunio revela el campo que hay que seguir en esta noche estrellada hasta llegar a la penumbra de la especie y del pensamiento símil del alma.”

“Seguid, seguid, es que la mente espera su llagada”, replico a los cuatro vientos el viejo Anderson antes de acarrear su cuerpo débil a la oscuridad del bosque, perdiéndose la silueta de este entre tanto ciprés y parvada de cuervo.

Dejémosle que siga su camino, en las cuevas habrá de hallar los colores que tanto extraña, los espacios que tanto anhela, la libertad que tanto añora, y que aquí en el mundo tangible no ha encontrado por mas que ha buscado tras las paredes de su casa y de su mente.

Las puertas del bosque se han cerrado, Anderson escapa una vez más del atardecer, buscando con harto apresuramiento el origen de la vida y del anochecer.


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